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Ana Ojeda bucea en las profundidades de la escritura y desemboca en las orillas con una novela que se detiene en la generosidad de los vínculos y en la que el lunfardo, el calabrés y el lenguaje inclusivo conviven en barroca comunidad: en su exuberancia, pero también en su particularidad, Vikinga Bonsái confirma que el lenguaje está vivo y se construye entre todes.
Vikinga Bonsái vive con Maridito, que está de viaje en la selva paraguaya y con quien tiene un hijo adolescente: Pequeña Montaña. El recorrido de sus días está trazado por una bicicleta que no conoce más itinerario que Boedo-San Cristóbal-Boedo, llevándola de su casa al trabajo y del trabajo a su casa, previa parada en el chino para aprovisionarse según dicta un menú que siempre sabe a poco y entonces, por fin, a la cama. Hasta que una mañana la pantalla del celular se ilumina y en el grupo Apocalipsicadas aparece una invitación difícil de rechazar: cena con amigas. A partir de ahí la novela avanza a paso feroz entre situaciones desesperadas o disparatadas.